Por Ángel Becerril
Cuando uno llega a Tailandia observa con sorpresa que en el patio de la entrada de muchas de las casas hay un mini templo colocado sobre un pedestal, con figuras del Buda o de algún otro símbolo religioso. Se pueden colocar velas, platos de comida, luces u otras ofrendas.
Leo en algún libro de maestros religiosos que en Asía existe la tradición de ofrecercomida y bebida a las almas en pena durante la tarde del plenilunio del séptimo mes lunar. Es muy importante tener un hogar, también para los antepasados. Pero las almas en pena no tienen donde regresar. Nuestros antepasados necesitan un hogar al que volver. Esas almas en pena no lo tienen y aquí las llaman “espíritus hambrientos”.
Cuánto me recuerdan estas costumbres a las creencias de los bantúes de Zimbabwe que subyacen en los ritos de “kurova guva” o de “imbuyiso”.
Me contaba una persona vietnamita de mi anterior parroquia que en su país describen a tales espíritus hambrientos con un estómago tan grande como un tambor y un cuello tan delgado como una aguja. Así que casi no pueden recibir comida. Aunque te de la impresión de que no aceptan la comida, hay que ser pacientes, dicen ellos, a la hora de hacer la ofrenda y sentir compasión por dichos espíritus.
Nuestras sociedades modernas crean muchos espíritus hambrientos. Esos mismos vietnamitas con los que yo conviví por tres años en Bungkan, y estos con los que empiezo a convivir ahora en la ciudad fronteriza de Phonphisai al lado de mi nueva residencia en la ribera del Mekong, han carecido de raíces, sin papeles, sin libertad de movimiento y la mayor parte de la generación anterior analfabetos porque no tenían documentación. Hoy ya tienen papeles, pero su identidad cultural está profundamente lacerada.
Miro a los jóvenes que pasan por delante de mi “cenobio” todas las mañanas y todas las tardes. Están hambrientos de cultura, futuro, empleo y seguridad. Muchos dejan sus estudios a medio terminar para buscar, en el paraíso de Bangkok, un mísero salario que sustente a su madre y a ellos mismos.
Son incontables las familias que han de vivir separadas, el marido en Bangkok o en Taiwán y los pequeños con la madre, o simplemente con los abuelos, en el pueblo.
Vivimos en tiempos en que la violencia prevalece y la ignorancia aun reina en el mundo. Hemos alcanzado los más sorprendentes adelantos de la historia, pero… para unos pocos. En contraste con la avanzada técnica, cada vez nos conocemos menos a nosotros mismos, por no mencionar la suma ignorancia de desconocer a Dios. Todas esas víctimas de la violencia y de la ignorancia son auténticos “espíritus hambrientos”.
Nuestras calles y nuestras plazas, nuestras fábricas y nuestros campos, nuestros barrios y nuestras casas están poblados de “espíritus hambrientos” que necesitan algo más que la ofrenda de la tarde del plenilunio del séptimo mes lunar.
Ante tantos “espíritus hambrientos” que nos esperan no tenemos justificación para apuntarnos a cobrar el paro. Hay mucha tarea por delante. En toda clase de trabajo seguimos a nuestro Maestro que dijo: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10,10).