Por Ángel Becerril
En la actualidad, uno de mis objetivos en la tarea pastoral y misionera es “la formación para no ser líderes”. Esta formulación contradice la tendencia común en toda sana planificación de crear líderes en las comunidades.
Pues sí, a esta prioridad pastoral de la formación de líderes he dedicado yo también tiempo y muchos esfuerzos en el pasado. Mis compañeros y colaboradores locales se han sacrificado aun más que yo en la ardua tarea de crear personas con dotes de dirección. Con demasiada frecuencia los resultados no han sido exitosos.
Leí una enseñanza del budismo a la entrada del templo en el monte Pu Tok, cerca de mi anterior parroquia: “No busques ser notorio. El pueblo no ve con buenos ojos a quien sobresale. Que tu notoriedad sea el no-sobresalir”.
En las aldeas donde trabajo, los líderes son escogidos por el pueblo en procesos democráticos. Con el paso del tiempo, y con demasiada frecuencia, aunque no en todos los casos, se tornan corruptos, nepotistas, altaneros y ciegos a las necesidades de quienes les dieron el voto. El pez grande se traga al pez pequeño. Y nuestras comunidades eclesiales, precisamente porque son parte de este mundo, no están totalmente exentas de estas lacras.
Leo una enseñanza del sabio Chang Tzu: El príncipe Wu - dice la historia - hizo una excursión al Monte de los Monos. A su llegada los monos huyeron, unos subiéndose a la copa de los árboles y otros escondiéndose en el tupido bosque.
Pero un mono permaneció totalmente indiferente, saltando de rama en rama, con una extraordinaria exhibición de destreza. El príncipe le lanzo una flecha que el mono esquivó con notoria rapidez.
Comprobada la habilidad del mono, el príncipe dio órdenes a todo su séquito para que ejecutaran un ataque sincronizado contra el atrevido mono. En un instante cayó muerto rodeado de flechas.
El príncipe hizo un comentario a su compañero Yen Pu’i y a los demás acompañantes: ¿Habéis visto lo que ocurrió? El animal hizo propaganda de su habilidad. Se fió de su destreza y pensó que nadie le podría tocar. Tratándose de humanos, terminó el príncipe, no pongáis la confianza en las distinciones ni en los talentos.
A raíz de esta enseñanza, su compañero Yen Pu’i se hizo discípulo de un gran sabio con el fin de no buscar nunca “distinciones”. Como consecuencia, todos en el reino le admiraron y reverenciaron.
La madre de los hijos de Zebedeo nunca leyó esta historia de los orientales y por eso pedía distinciones para sus hijos en el Reino del Nazareno. En ese nuevo Reino las “distinciones” y las “habilidades notorias” ni tienen cabida.
Vivo en una sociedad, la tailandesa, en la que “las distinciones” impregnan todas las relaciones sociales, ya desde la familia, luego en la escuela y finalmente en el trabajo y en todos los ámbitos de la vida social. Numerosos programas de reforma en la educación, en el sistema político, programas para eliminar la corrupción o para sanear las relaciones laborales, etc. no han producido efecto porque se han chocado con este escollo de la cultura heredada de los antepasados.
Las distinciones nos apartan de nuestra propia identidad y nos trasladan a un mundo artificial. Y cuando no estamos revestidos de “distinciones” nos sentimos frustrados y vacíos. Por el contrario, la vida normal y sencilla nos curte en humildad y aprendemos por experiencia a ser solidarios.
Nuestras iglesias en Tailandia no solo tienen la puerta principal de la entrada sino también otras puertas laterales para permitir la oxigenación durante el estío de estas tierras tropicales. En dos de los pueblos donde nos reunimos semanalmente, los niños practican ese juego tan internacional y tan de todas las edades: El escondite. Así esperan la llegada de los mayores. Es inevitable el que espontáneamente los niños o niñas se escondan también detrás de alguna de las puertas laterales.
Cuando me viene la tentación del reproche por esa leve “profanación” del lugar santo recuerdo las palabras de San Pablo, tan llenas de sabiduría teológica: “Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col. 3, 3). Qué mejor ejercicio que jugar a esconderse con Cristo en Dios. Y es que la sociedad y la misma actividad eclesial nos incitan continuamente a un despliegue competitivo de talentos y exhibiciones. Al final vienen los premios para el que gana. Ya no sabemos hacer nada sin el aliciente de un premio. La medalla es la meta de nuestra carrera.
Muy oportuna la advertencia que Benedicto XVI nos hizo a los sacerdotes: “Nuestra vocación es un servicio, no una carrera”.
San Juan de la Cruz recomienda: “Ama el no ser conocido de ti ni de los otros”. (Dichos de Luz y Amor, 134).